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“La tierra duele como la mamá. Separarse de la tierra es fatal”

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Pasaban los días y Blanca Pineda se había convertido en objetivo militar de grupos armados como el ELN y paramilitares por ser la cara visible de múltiples labores sociales y denuncias de asesinatos y matanzas en barrios como Cazuca, El Paraíso, Caracolí y Potosí.

Una mañana llegó a su casa un panfleto con una invitación al parque Ismael Perdomo a las 3:00 de la tarde para reunirse con unos supuestos líderes sociales. Blanca, angustiada, le preguntó a su compañero Carlos Guantero qué hacer. El desespero y el miedo de perder su vida le nublaban la razón. Este no era el primer panfleto que había llegado a sus manos con invitaciones o advertencias por parte de grupos armados, la muerte ya la había sentenciado en varias ocasiones, pero con la protección de la comunidad o un ángel, había logrado escapársele. Blanca ya conocía la mirada de un asesino. Conocía el odio y el rencor de quienes no la querían en el territorio, de quienes querían silenciarla y sepultarla bajo tierra. 

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Luego de unas llamadas a la Defensoría del Pueblo, la doctora Lina Albornoz le dijo “Usted, Blanca, no vaya a salir para nada. Bajo ninguna razón”. Algo que siempre ha caracterizado a Blanca es su talante para enfrentar las cosas y en ese momento ella misma quería enfrentar a la muerte cara a cara. Había planeado que la comunidad estuviera en el parque: niños, vendedores, líderes, amigos, etc. Ella pensaba “con toda la gente allí no me matan”. Al cabo de unas horas llegó una camioneta blindada que la llevaría con su hijo Paul a un hotel, para su protección, y dos días después le entregarían unos tiquetes de ida, para comenzar, desde el exilio, una nueva vida en Canadá. 

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Entre montañas y memorias

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A mediados del año 54 nació, de una madre bogotana y un padre con raíces ancestrales wayü, quien se convertiría en una de las mujeres más importantes en la construcción de memoria de la localidad de Ciudad Bolívar. Sus primeros suspiros los vivió el barrio Egipto;, sin embargo, fue cuestión de horas para que su historia comenzara escribirse en lo que hoy se conoce como el Perdomo. Llegó a esos primeros 20 ranchos que los habitantes habían construido en aquellas parcelaciones para configurar un hogar, para crear una comunidad. 

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Sus padres, don Ricardo y doña Ludovina, habían comprado por 500 pesos un lote en el que comenzaría a construirse la familia Pineda. Blanca, la segunda hermana de ocho hermanos, vivió sus primeros años en trigales, cebadales, montañas y en las aguas cristalinas del río Tunjuelito, cocinando y lavando en compañía de esas primeras 20 familias provenientes de Boyacá y Cundinamarca. Don Ricardo fue uno de los primeros arquitectos de la región, su visión de construir un hogar iba de la mano con guardar la memoria de quienes estaban habitando el sector. Construyó no solo la casa Pineda, sino también la de 12 familias más, casas que hoy en día son patrimonio histórico y cultural del barrio Ismael Perdomo. Doña Ludovina fue uno de los primeros ejemplos del servicio comunitario y de las ganas de salir adelante para Blanca. Una mujer dedicada a servicios de hogar y con un corazón tan grande que le sobraba el amor, aún teniendo ocho hijos. Siete mujeres y un hombre. 

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“Mi madre fue una mujer muy buena. Muy dedicada a la educación de sus 8 hijos. Siempre queriendo que tuviéramos un mejor futuro”. 

Al conocer las historias de esa gran comunidad que se estaba conformando, Blanca fue guardando en su baúl de recuerdos esos relatos que, al tejerlos, formarían una gran historia de los primeros pobladores de la región. Su gusto por la lectura se fue desarrollando desde los seis años. Siempre tenía a la mano algún libro que conseguía o se iba a la Biblioteca Luis Ángel Arango a leer la literatura que encontrara. Su juego de infancia era “a los ricos”, un juego que había creado con su tío, Alfonso Cuervo, en el que imaginaban que eran hacendados con mucho dinero. En su imaginación y creatividad construía piscinas en el patio de su casa. Cultivaba grandes extensiones de papa, así solo tuviera en la realidad dos hortalizas sembradas. Creaba un mundo en el que le hubiera gustado nacer pero que no la haría realmente feliz, porque cuando volvía a la realidad, estaban sus amigos, sus hermanos, su familia, esa gente campesina que la motivaba a sonreír y a disfrutar de lo poco que tuviera.

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Su infancia estuvo marcada por la colectividad y el sembrado de las primeras semillas sociales que germinarían en un gran territorio a pulso. Veía cómo se conformaban mingas comunitarias para construir las primeras planchas de lo que serían parques y colegios. De cómo lo que le ocurría al otro le ocurría a ella misma. De cómo los relatos de quienes la rodeaban configuraban los suyos. De cómo la figura de la madre podía sobrepasar a otros hijos y se llegaba a compartir el seno materno. Y de cómo el cuidado del otro y del territorio era un aspecto fundamental para la construcción de ciudad. Las historias de sus vecinos le causaba intriga, y fue así como llegó a la adolescencia teniendo un gran sentido comunitario y de importancia hacia la riqueza de la vecindad y la hermandad.

Desde los 12 años Blanca comenzó a escribir sus primeros relatos. El duelo y la tristeza de sus vecinos y compañeros fueron sus primeras motivaciones de prosa. Microrrelatos de las historias cotidianas que estaban edificando ladrillo a ladrillo los diferentes barrios de Ciudad Bolívar. Su sentido del servicio por los demás también fue agudizándose en su preadolescencia. Fue voluntaria en un proyecto de Inravision para enseñarle a leer y escribir a adultos mayores, lo que la convirtió en una de las primeras teleguías de la localidad, y su sentido periodístico la hizo ir detrás de los sabedores de mitos y leyendas del Palo del Ahorcado. 

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Ser libre, ser mujer, ser madre y esposa

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Blanca se casó a los 17 años con Gustavo Hernández, un artesano de piedra quien enchapó la Casa de Nariño y el Palacio de Justicia dos veces, antes y después de la toma guerrillera. Esta historia de amor adolescente comenzó desde que Ludovina y una vecina de la parcela estaban simultáneamente embarazadas de ellos. Crecieron en las mismas calles, en los mismos potreros en los que jugaban con aros y pelotas. A los 14 años empezaron a sentir gusto el uno por el otro y por cuestiones del destino, Blanca, a los 16 años, quedó embarazada de su primer hijo, John Hernández. Esa época, entre los 16 y 18 años, fueron para ella años en los que debió tomar decisiones trascendentales y superar esos primeros retos que la vida le había puesto: sus padres se separaron, quedó embarazada, Don Ricardo la obligó a casarse, tuvo que enfrentar el miedo de renunciar a sus sueños como mujer para convertirse en esposa; duró 25 días sin hablar, sin salir de su boca una sola palabra. Era claro que no quería casarse, que quería sacar adelante a su hijo ella sola y seguir siendo libre, trabajando por la comunidad.

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“Tenía en mi corazón como que, si yo me casaba, se frustraba mi vida de aprendizaje. Yo quería ser periodista y yo sabía que ahí morían todos mis sueños. En aquél entonces las mamás se enterraban en vida para criar a sus hijos y yo no quería morir en vida. Yo debía hacer algo por la mía”.

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Nunca nadie le preguntó si quería casarse, si iba a ser feliz con Gustavo a su lado. Si estaba dispuesta a renunciar a su vida por convertirse en esposa. La única persona que se preguntó qué pasaba por la cabeza de Blanca, en ese entonces, fue el cura, a unos minutos de su boda. 

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A pesar del machismo que vivía Blanca en su adolescencia, siempre tuvo claro el papel que la mujer, y que ella misma, debía tener en la vida: ser libre, ser gestora y ayudar a la comunidad. Era su mayor sueño. Luego de seis años de relación con Gustavo, decidió torcer su camino y separarse, no formalmente, pero Blanca sabía que su vida estaba destinada más allá del matrimonio. 

Además de la recolección de relatos que hacía desde muy temprana edad, Blanca no quiso conformarse con eso. Comenzó a tocar puertas en el diario El Siglo a sus 15 años para convertirse en reportera y narrar esos sucesos que pasaban en el día a día de su barrio, siendo fiel a su sueño de ser periodista. Historias como los muertos de las canteras, niños recién nacidos en bolsas de basura o en empaques de galletas Noel fueron escritos y narrados por ella teniendo en sus letras el poder de retratar la realidad de su comunidad. 

Luego de graduarse de bachillerato del colegio Señorita Remington Camargo y de ser de las mejores estudiantes, siendo como ella recuerda “un ratón de biblioteca”, comenzó a trabajar como secretaria en el centro de Bogotá, en empresas de distribuidoras de Pat Primo, redes de servicios odontológicos y bodegas de prensa. Sin embargo, nunca dejaba de lado su trabajo comunitario, ayudaba a organizar los festivales de chicha en la localidad, trabajaba de la mano con las mujeres en procesos de educación y formación para sus vidas, organizaba ollas comunitarias y entregas de mercado para quienes lo necesitaran, lideraba talleres de escritura y literatura para niños, jóvenes y adultos. Todo esto desde el sentido popular, desde su motivación por ver en condiciones más justas a su comunidad. 

 

Amores que viven y vivirán para siempre

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Al acabar sus veinte, Blanca comenzó a trabajar en una de las editoriales más prestigiosas de la localidad: Editorial Presencia. Allí, entre el amor por las páginas de los libros que leía y entre la pasión por las letras que escribía, conoció a José Luis, su segundo amor. Un amor que duraría 16 años y le dejaría las mayores felicidades de su vida: tres hijos que viven y vivirán para siempre. Simultáneamente, su primer hijo, John, le daría otros dos amores. Dos nietos que amó desde el primer instante como si fueran hijos suyos, Nicolás y Dayan. Nietos con quienes años más tarde compartiría el sentido social, el amor por la comunidad, el territorio y la memoria.  

Existen hechos determinantes en cada relato que Blanca escribía desde que era pequeña. De esas historias, crueles o felices, que había contado y seguía contando; sin embargo, pese a que su vida había estado marcada por vivirla a pulso y bajo una realidad desigual, injusta y de dolor, nunca había sentido el desgarro de sentir que parte de su vida y de su alma se la habían arrebatado. El primer hijo que tuvo con José Luis se llamó Michael Joss. A sus 31 años Blanca volvió a ser madre. Volvió a sentir cómo crecía la vida dentro de ella,. uUna vida que dejaría memoria por el resto de sus días. En ese entonces ya era una mujer más madura, con mayor experiencia en ser mamá y la decisión de serlo de por medio. Tenerlo en sus brazos era para ella su felicidad. Escuchar sus lloriqueos era oír los gritos de quien imaginaba que seguiría tejiendo las memorias de toda una comunidad. Era el futuro guardián de ese legado literario y social que estaba construyendo, pero la vida se lo arrebató de sus manos. Un viaje al llano y una laguna encantada, me cuenta Blanca, fueron los protagonistas de una de las penas que ha llevado consigo toda su vida. Michael Joss murió de una neumonía luego de un viaje a Puerto Lleras, específicamente a una laguna, que estaba encantada, así como la que Blanca había narrado en sus primeros escritos de mitos y leyendas. 

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“El perder a un hijo, es el dolor más grande que puede tener una mujer. Duré llorando esa pérdida 10 años. Michael Joss era un niño sobrenatural. Él me hablaba en otras lenguas. Se me aparecía en los sueños profetizándome lo que iba a pasar. Al otro día que él murió, se me apareció en un sueño y me decía ‘Mamá, ¿Por qué me abandonaste?’.”

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Su tercer hijo se llamó Paul y ha sido quien hasta el día de hoy la ha acompañado, cuidado y tejido junto a ella las memorias del territorio que lo vio crecer. Es su fiel compañía y quien ha recibido las banderas de lo que simboliza Blanca Pineda para la comunidad de Ciudad Bolívar.

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Elías fue su otra pérdida. Ese otro amor que vivió al interior de ella y que sigue viviendo en su corazón. Murió dentro de su vientre a una hora de nacer. Blanca pasaba por un embarazo de alto riesgo por su edad. Tenía 34 años. Las contracciones del parto le provocaron convulsiones que inmediatamente afectaron al bebé, provocándole un paro cardiaco. Las explicaciones médicas fueron que dentro del saco amniótico de Blanca había una infección hasta al cordón umbilical y que eso provocó aquellas convulsiones.

Esasdos pérdidas marcaron su vida, la llevaron a una profunda tristeza de la que en algún momento pensó que no podría salir. Sin embargo, fueron las letras las que la ayudaron a seguir. Las hojas y la tinta de los bolígrafos fueron su motivación de levantarse día a día. Tenía a Paul, a John, a sus dos nietos, a su esposo, a su madre, a sus hermanos, a toda una comunidad que la quería como una madre y dos hijos que desde donde estuvieran la acompañarían en amor y fuerza. Fue en ese momento en que Blanca decidió escribir y publicar su primer libro en el año 1986. Una autobiografía titulada “Qué vida la del pobre Lara”

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“La escritura fue fundamental para apaciguar lo que sentía Me entregué completamente al trabajo comunitario para poder resarcir ese dolor”.

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De la luz a la oscuridad

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Los años 90 para Ciudad Bolívar significaronó un éxodo hacia el territorio de víctimas desplazadas de sus tierras de origen por el auge de la violencia en el país. Día a día se veían más personas, en su mayoría campesinos, llegando con bolsas de ropa, gallinas, cerdos y uno que otro mueble. Las condiciones de vida para aquellos que llegaban de la ruralidad no eran ni las más dignas, ni las más apropiadas para vivir. Muchos llegaban a construir sus casas como podían en las periferias de la periferia, con materiales de construcción que encontraban y con el miedo de haber escapado de amenazas y de la misma muerte. En los barrios ya existían varios liderazgos comunitarios que ayudaban a vivir con más dignidad;, pero, el éxodo al cual la localidad se veía enfrentada, y que recibía con los brazos abiertos, superaba los esfuerzos de la comunidad. Fue así como labores como las de Blanca adquirieron más importancia en la defensa de los derechos humanos. A ella, la injusticia y la pobreza son cosas que le duelen profundamente y por las que luchó y sigue luchando hasta que le quede el último aliento de vida. A partir de procesos sociales con mujeres y hombres víctimas del conflicto y en alianza con la Asociación Campesina Unida de Colombia (ACUDECOL) logró reformar la ley 380 que no amparaba ni daba garantías de vida a las víctimas, que en ese tiempo no eran consideradas como víctimas, sólo desplazados. Y junto con Piedad Ramírez incentivaron la sentencia T025 de la Corte Constitucional que amparaba a las víctimas y daba la normativa de que era obligación del Estado la garantía de derechos humanos para todas las personas desplazadas por el conflicto. 

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Fue así como la cara de Blanca comenzó a ser un referente de las luchas de los grupos desplazados que llegaban a Ciudad Bolívar. Pero, así como la localidad comenzó a crecer aceleradamente, también llegaron grupos armados a los barrios. La violencia tocaba las calles de Ciudad Bolívar con matanzas de jóvenes y reclutamientos por parte de guerrillas y paramilitares. Al ver que el panorama comenzaba a ponerse más turbio y oscuro día trasa día, Blanca se incorporó a la Defensoría del Pueblo como promotora nacional de derechos humanos y fue allí donde se encargó de hacer denuncias por las matanzas de jóvenes inocentes a manos de paramilitares y del Ejército, de ejecuciones extrajudiciales desde finales de los 90 y principios de los 2000 en barrios como el Paraíso, Cazuca y Caracolí. 

“Cada semana aparecían 10, 20, o hasta a veces 30 jóvenes muertos en todos los barrios. Fue una crisis humanitaria muy fuerte la que vivimos acá. Nosotros vivimos el conflicto armado frente a frente y nadie nos ponía cuidado. Nos tocaba a nosotros como comunidad defendernos.”.

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Blanca veía cómo las mismas mujeres y madres le decían a los paramilitares “déjeme trabajar a mi hijo de paraco porque no tenemos para comer”. Y también veía cómo jóvenes se iban engañados con promesas falsas de trabajo y luego resultaban en otro departamento o ciudad, asesinados y vestidos de guerrilleros.

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Al denunciar todo esto ante la Fiscalía, la Corte Penal Internacional y a varias organizaciones de derechos humanos, Blanca comenzó a ser objetivo militar. Su labor de querer que el Estado reconociera a las víctimas no estaba siendo bien vistao y a su casa comenzaron a llegar panfletos de advertencias y luego amenazas de muerte si “no dejaba de hablar de derechos humanos”. Primero, fueron los ‘elenos’, que, de alguna forma, siempre mantuvieron su distancia con ella -únicamente por medio de panfletos-, pero cuando los barrios comenzaron a ser territorios de los paramilitares, las advertencias eran cara a cara. “Si usted no se va de acá, le damos piso”, le decían en medio de las calles.

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Al ver que las amenazas se volvían más recurrentes y que su vida estaba en riesgo cada vez que salía de su casa, Blanca tuvo que mudarse nueve veces de apartamento. Duró sin salir de uno de ellos diez días porque había redadas de paramilitares buscándola por las calles. El presidente de la Junta de Acción Comunal, con quién había ya compartido varias reuniones, fiestas y encuentros, era paramilitar. Su vida y la de Paul ya tenían precio y era inevitable no pensar en el exilio.

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Blanca ya conocía qué era sentir la muerte en su sombra. Era algo que la acompañaba y de lo que todos en el barrio hablaban. Incluso ya había quienes la habían matado en rumores. La muerte la había mirado a los ojos y le había hablado. Le había susurrado en el oído que aprovechara sus últimos segundos de vida. Su lápida yacía ya en su memoria.


 

El exilio, una forma de morir

El abandonar la tierra que lo vio nacer y de la que uno ha comido, vivido, llorado y luchado, es otra forma de morir. El exilio para aquellos que aman su territorio es una forma de despojo forzado sin alternativa, porque o es quedarse en la tierra y morir o irse y morir en vida. 

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Luego de ver una carta de la Defensoría del Pueblo que le decía que se iría para Canadá con Paul, lo único que pudo pensar Blanca fue en el frío que iría a aguantar en ese país. “Yo ese frío no me lo aguanto, prefiero quedarme acá”, recuerda, entre risas, Blanca.

Luego de rechazar esa oferta, decidió irse para Sibaté a esconderse allí. Sin embargo, personas extrañas, que no vivían allí, comenzaron a preguntar por ella en las calles. La había seguido, sabían que estaba ahí. Inmediatamente Blanca salió de Sibaté y se contactó con Naciones Unidas para solicitarles protección y ayuda. Estuvo en un cubículo contando todo lo que sabía, todas las denuncias, todas las amenazas. Pasaron dos eternos días, llenos de miedo e incertidumbre. Al mediodía entraron a su litera y le dijeron “Se va del país ahora mismo”. Le pasaron una lista de países para escoger: Argentina, Paraguay, Uruguay y Chile. Blanca, como literata y escritora, siempre tenía de referentes a poetas chilenos como Neruda, lo que la llevó a tomar la decisión de irse para Chile. Esos momentos se caracterizaron por el vacío de sus maletas y de su corazón: llevaba dos mudas de ropa, un esfero, sus documentos y una libreta. Cada segundo en el que se alejaba de su tierra era un segundo más en el que añoraba regresar.

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Volver a nacer en Chile

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Comenzar una nueva vida en Chile fue difícil para Blanca y Paul. Pasó semanas seguidas llorando en las noches, queriendo regresar, pensando en su gente y en cómo estarían llevando esa ola de violencia armada que se estaba apoderando de Ciudad Bolívar.

 

En el exilio se encuentran sentimientos y emociones similares de quienes también, tienen esa etiqueta de “indeseables”, y se logra construir a través del despojo un nuevo territorio con los fragmentos de cada origen. Y eso fue lo que logró Blanca en sus años de exiliada, desde 2005 hasta 2010. A través de la literatura y la memoria llegó a un grupo de escritores en La Casa del Escritor, que se convirtieron en un nuevo hogar temporal para ella. Desde las letras podía sanar su dolor de haber dejado su barrio. Y pese a que la vida la separó de su tierra, la conexión con los nutrientes del abono y de su empírica labor de agrónoma, la hicieron trabajar en el cuidado y capacitaciones de la tierra de unas parcelaciones a las afueras de Santiago de Chile.

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El 27 de febrero de 2010 ocurrió en Chile un terremoto que sacudió a todo el país y al mar pacífico y que le dio a Blanca una razón para devolverse a su tierra. Ella veía cómo las paredes del apartamento en el que vivía se balanceaban de lado a lado y cómo se activaban las alarmas de desastres naturales por todas las calles. La gente corría. Se estrellaba. Gritaba. Salía humo de las calles. El asfalto se fragmentaba y por la mente de Blanca sólo pasaba que la muerte otra vez había llegado por ella. “Yo sentí cómo la muerte me cogió del pelo en una cola y me arrastró hacia las grietas que se abrían en las calles”.

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Todas las telecomunicaciones se habían cortado. No había forma de conectarse con su familia para decirles que estaba bien, que estaba viva. Paul ya se había regresado hacía unos meses para Colombia. Ella estaba sola. Luego de dos días, cuando se pudieron retomar las comunicaciones, vio un video en el que salía Nicolás, su nieto, llorando, porque pensaba que su abuela estaba muerta. Fue ese el momento en que Blanca se dijo a sí misma: “Me regreso a Colombia. No me importa morir allá si estoy con mi familia”. Cuadró su retorno con la embajada y sin un solo peso chileno en sus bolsillos, se fue caminando hacia al aeropuerto con la ilusión de volver a su tierra, de volver con los suyos.

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Volver al territorio

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Volver no fue fácil para Blanca. Se sentía desleal hacia lo que desde pequeña había creído. Pensaba que había traicionado a su comunidad y que había dejado a la deriva a cientos de personas que ella lideraba y ayudaba. Sus primeros días en Ciudad Bolívar estuvieron marcados por el miedo. Llegó al barrio Galicia y luego se mudó al Rincón del Cortijo. Trataba de no salir mucho para que no la vieran, pero sus ganas de gestión y de ayuda hacia los suyos, la hicieron volver a territorio y resucitar para algunos que la creían muerta. Retomó uno de los proyectos que había dejado en el momento del exilio y que en ese entonces pasó a llamarse ‘Mujeres, tierra y memoria’. Un lugar para mujeres víctimas del conflicto, para capacitarlas, alfabetizarlas, construir procesos de memoria en sus territorios, brindarles alimentos, fortaleciendo y creando emprendimientos, brindándoles una nueva oportunidad de vida en una ciudad completamente ajena para ellas. 

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Luego de que la violencia por parte de los paramilitares cesara en un gran porcentaje en la localidad, Blanca comenzó a liderar proyectos de turismo en el territorio. Su papel se encaminaba más a ser gestora de paz, memoria y reconciliación. Con una idea de que Ciudad Bolívar renaciera luego de un profundo dolor y estallidos de violencia, con una nueva cara hacia Bogotá y el país, las luchas ahora iban entorno a la defensa del territorio y de símbolos culturales como el Palo del Ahorcado y de Cerro Seco, a los que habían llegado empresas mineras para extraer arena y materiales de construcción. Se inauguró el transmicable, que fue un proyecto que ella y varios líderes del sector comenzaron a idear mucho antes de su exilio, en tertulias y reuniones de juntas y que, finalmente, al construirse, había logrado un desarrollo en la conectividad de los barrios. 

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Todo el legado que durante sus 68 años ha construido para la comunidad ha empezado a dar los frutos, como un árbol que se asoma en la cima de la gran colina que es Ciudad Bolívar. Los territorios ahora son lugares en los que se gestan procesos de paz y memoria. Los viejos y nuevos habitantes conocen, a través de los 17 libros que Blanca ha escrito, sobre la historia de la localidad. Se impulsaron las huertas comunitarias como una forma de apropiación y cuidado de la tierra, tiene alrededor de 10 premios que la catalogan como defensora de derechos humanos, lideresa social, gestora de paz y guardiana de la memoria comunitaria de los barrios, por proyectos como ‘El amor de la naturaleza’, ‘Manos trabajadoras’, ‘Perros callejeros’, ‘Baúl de letras’ y ‘Mujeres, tierra y memoria’, entre muchos otros que hoy la hacen distinguir como una de las personas más emblemáticas para Ciudad Bolívar, como una mujer con un legado de memoria.

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  • ¿Qué es lo más lindo de trabajar en construcción de memoria, Blanca?

  • Lo lindo es que a través de las remembranzas se logra la reconciliación de las familias. Hay dimensión de reconciliación personal y colectiva. Es muy satisfactorio dejar legados, dejar la memoria escrita, que víctimas del conflicto se llamen portadores del patrimonio.

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  • ¿Qué es lo más duro de trabajar en ello?

  • Remembrar las matanzas de la localidad. Es duro.

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  • ¿Ha querido parar?

  • Sí. Ya he querido entregar las banderas de mi legado, pero siempre hay alguien que me necesita y yo estoy ahí para ayudarle.

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  • Blanquita, ¿cuál es su último deseo en la vida?

  • Tengo dos. Conocer Europa y que el Palo del Ahorcado sea declarado patrimonio de Bogotá.

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  • ¿Es feliz?

  • Quisiera decir que sí, pero yo soy más triste que feliz. Tanto dolor que he visto y que he sentido me ha quitado la capacidad de sentir felicidad. Es difícil ser feliz en medio de tanta pobreza e injusticia social.

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  • ¿Cómo se imagina sus últimos días?

  • Quiero estar una parcela, por allá en tierra caliente, y escribiendo.

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  • ¿Considera que todo ha valido la pena?

  • Yo creo que sí. Aunque falta mucho, hemos traído reconciliación a este territorio.

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  • ¿Cuál es su mayor miedo?

  • Que se me enfermen mis hijos.

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  • ¿Y los terremotos?

  • No. Ya enfrenté el peor.

BLANCA PINEDA: UN LEGADO DE MEMORIA 

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