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TIERRAS A PULSO

COSTRAS DE LA MONTAÑA

Cerro Seco, reserva natural rica en diversidad ambiental y cultural, está en peligro hace más de cinco décadas por una extracción minera que ha dejado sólo las costras de un paraíso. Lo que antes se veía como una montaña llena de color y vida, ahora es una pared blanca y maltratada.

AL FINAL DE LA MONTAÑA

Luego de caminar por veinte minutos desde el barrio Paraíso y atravesando un camino despavimentado, se puede ver en el horizonte el asentamiento del Ensueño. Sus casas están construidas con tejas de zinc y las fachadas reflejan el trabajo autónomo que ha hecho la comunidad del sector por levantar un barrio dentro un territorio baldío y marcado por fronteras  imaginarias entre la ciudad y el campo. 

 

Sus inicios están marcados por ciudadanos que fueron víctimas de desplazamiento forzado  y que encontraron en estos territorios un lugar para construir cambuches que con el paso del tiempo se transformaron en asentamientos. Eran (y continúan siendo) terrenos que al parecer no pertenecían a nadie y son usados por las poblaciones migrantes para construir un lugar de vivienda. 

 

El escenario dentro de estas comunidades evidencia un panorama de necesidades y desigualdades en las condiciones mínimas de una vida digna. El Ensueño ha estado en pie desde el 14 de agosto de 2014, y desde entonces, ha sido el espacio comunitario para que más de 500 familias levanten sus hogares y comiencen la lucha por construir espacios habitables.

 

Dentro de este proceso, la comunidad ha estado liderada por hombres y mujeres que han sido resilientes y han usado sus convicciones para mantenerse de pie en el territorio. Paulina Valero y Jesús Navarra fueron unas de las primeras personas que pisaron el terreno y empezaron a comprar lotes que eran vendidos en $500.000, aproximadamente. Años más tarde, la Alcaldía de Bogotá y la Secretaría de Integración Social llegaron al lugar exigiendo el desalojo de la zona, ya que aseguraban que era propiedad del Distrito, y que además, no eran zonas de urbanización. 

 

La comunidad, desconcertada por lo que estaba pasando, se organizó en una red comunitaria y tomó acción en las diferentes movilizaciones sociales que ayudaron a que el Tribunal 20 de Bogotá legalizara la adquisición de esas tierras, pero no la aprobación para construir hogares de vivienda. Los habitantes hicieron caso omiso a esta indicación y de la planta que suministraba agua a toda la localidad, en la parte más alta de la montaña, crearon una red de mangueras comunitarias para beneficiarse de este servicio.

 

Según los pobladores de la zona, ellos no son sujetos de derechos para el gobierno distrital, que siempre les ha dado la espalda y los ha limitado de servicios públicos y vías de acceso al territorio. Para la Alcaldía, los habitantes de los asentamientos son unos invasores y, por tanto, esos terrenos no son acreedores de servicios fundamentales. 

 

“Hay que estar golpeando puertas todos los días y estar pidiendo ayuda para las ollas comunitarias donde comen todos los vecinos”, comenta Maritza Rodríguez, vocera comunitaria del asentamiento El Ensueño. Desde hace siete años, esta mujer ha trabajado por el crecimiento de este barrio y hoy sueña con construir una capilla para que los creyentes del sector puedan congregarse. 

 

Pensar en los asentamientos es pensar en las realidades propias de este país, consecuencia del abandono estatal, las oleadas de violencia, el desplazamiento y las migraciones internas. Es darse cuenta de que en Colombia, y en Bogotá específicamente, aún existen comunidades que deben cocinar en fogones de leña, caminar hasta 1 hora para lograr conseguir transporte público o que en sus casas no hay un sistema de acueducto digno. 

 

La vista desde el asentamiento ‘Santa Marta’, otro barrio construido artesanalmente por la comunidad, es el mirador perfecto para apreciar la inmensidad de Bogotá, una ciudad que crece con el trabajo de los ciudadanos de las periferias y no se ve recompensado con el progreso unánime del territorio. 

 

“En Ciudad Bolívar todos somos poderosos. Todas somos muy capaces. Arriba Olguita, arriba Ofir, arriba Alicia, arriba Rocio”, dice Yalile Quiñones, sobreviviente del conflicto armado y habitante del asentamiento Santa Marta. 

 

Los habitantes de los nueve asentamientos que hay en Ciudad Bolívar son personas guerreras y sin miedo a deconstruir un territorio para convertirlo en un espacio habitable. Son seres humanos con sueños, pasiones, testimonios y una historia de lucha que está escrita en las periferias bogotanas, esos límites donde el frío es insoportable, pero el trabajo comunitario es el motor para salir adelante. 

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